Cuando una ya está dando la vuelta a la esquina de los treintas tienes muchas cosas más claras. Lo has dejado todo en las canchas. Estuviste de local y goleaste de visitante. También fue al revés. Aterrizaste de pechito en la cancha velluda de algún hombre y los marcadores se registraban encuentro a encuentro.
Tomado de E.M.E de Mujer
Día de mi matrimonio. Estoy sentada en una mesa un poco más alta que el resto de los invitados. Desde esa perspectiva y estando bastante aburrida de la ceremonia me pregunto a cuántos de esos idiotas me habré hecho y ya ni recuerdo. Lo que no sé es si ello habla mal de mi memoria o de sus desempeños. Pero más allá de que hayamos tirado o no, algunos de ellos están aquí porque son mis amigos (o del novio) y eso no ha cambiado pese a que ahora conocemos un poco mejor nuestras geografías.
-¡Qué hablen los novios, qué hablen los novios!
¡Que hable tu vieja! No me gusta esta parte donde tengo que ser políticamente correcta y caerle bien hasta a esa tía que mi madre me obligó a invitar de una forma retorcidamente masoquista y donde, claro, las millas de culpa acumuladas por ser una pésima hija fueron cobradas.
No te mientas si crees que con los padres tus millas quedan en cero. Nunca quedan en cero.
Me paro entre mi familia, el ya mi esposo me dedica una sonrisa sincera, sostengo una copa con un champagne que me explicaron era caro. Detalle de la familia del novio. Sonrío a todos. Miro a mi esposo con un profundo amor porque sé que me ama como soy y que sabe que para mi en ese momento el resto del mundo me valga verga. Sé que entenderá… eventualmente.
-Quiero agradecerles a cada una y uno de ustedes por estar con nosotros y compartiendo este momento en donde decidimos, mediante una ceremonia, hacerlos partícipes de nuestra promesa: amarnos hasta que la muerte nos separe o por lo menos intentarlo con ganas.
Ya puedo escuchar algunas risitas, así que ¿por qué no ir por más?
-Si me preguntaran el momento específico en el que me enamoré de él, sería cuando vi y sentí su pene por primera vez. Esa noche que nos hicimos de todo y eso fue ganancia pura. Ese día supe que el trato estaba cerrado.
Maldición, no escucho ninguna risa, todos me ven con cara de «qué zorra eres», o de «¡¿cómo se te ocurre ser tu misma el día de tu boda, sólo por hoy no podías ser otra?!» Veo a los primos de mi esposo quedarse boquiabiertos con trocitos de comida cayéndoseles entre las babas. La verdad siempre fueron medios lornas. Más allá estaba mi prima que se atora con el champagne. Eso te pasa por tomar antes del «salud», primita. Todos mis hermanos antes de poner los ojos en blanco e intentar esconder sus cabezas en la mesa, me lanzan esa mirada: «¿no te podías controlar solo por hoy?». Y como estaba tan cerca de los puteos de mi madre, del infarto de la suegra, tardo en escuchar una carcajada auténtica e infinitamente hermosa.
¿Hemos pedido ‘happy brownies’ como parte del catering?. Volteo y es mi esposo. Nadie entiende mejor mi humor, mi sinceridad brutal, mi forma tosca para decir las cosas y lo cruda que puedo ser. Lo políticamente correcto también le llega al huevo. Aunque siendo un ‘caballero’ se ganó a mi madrecita.
Se acerca a mi, me estampa un beso que yo quiero termine con hacer el amor allí mismo, pero supongo que hasta tanto no llegamos. Él al palo, yo más húmeda que la selva peruana, decidimos hacer frente a mi poco manejo en público y salir victoriosos, porque fuera de los pobres familiares que estamos perdiendo gracias a infartos y las parálisis faciales de otros, tenemos la certeza de que somos el uno para el otro.